jueves, marzo 03, 2011

La asesina.


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- ¿Sabes? Él está muerto; creo que le atropelló un coche o algo así o quizás fue fruto de la fantasía o algo de eso, no sé... no lo recuerdo exactamente; quizás estuve así, en un momento de debilidad...

- Pero, ¡qué dices! ¿Y tú estás así? ¿Tan pancha?

- Sí, y no sabes lo agusto que se está... Creételo ¡porque el "tuyo" también murió! ¡Cristian está muerto! ¡Te lo puedo asegurar!

- ¡No! ¡No digas eso! ¡Qué crueldad!

- Según cómo se mire.

Había nadado mucho tiempo por los bosques helados de soledad, sorteando los caprichosos charcos de abandono azul, a los que sólo, cuando les apetecía, cambiaban ese aspecto por leña de hogar- algo que solía ser muy raro. El frío hastía, va pelando la piel, desgasta, cansa. El frío vence a la llama, a las luces de Navidad. Del frío se pasa al granizo, del granizo a la nieve y una vez que el balón blanco pega contra el cristal, explota. Eso había hecho él, la había matado, condenado a sus repetidos eslabones de ignorancia; previamente ya la había asesinado, convertido en la infíma masa de un espíritu fugaz. Por fin, ella había podido hacer lo mismo: con un cuchillo de olvido había desgarrado los restos de su piel; apenas podía ver el tejido de su ser, aquello que en otro tiempo percibió ¡Era la ropa, que había ardido! Y las personas, cuando ya no son las mismas, mueren. Había asesinado los maltrechos jirones de su piel y así, pasito a pasito, fue descubriendo que tras ese tipo de anocheceres, también existe la posibilidad de volar.

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