martes, marzo 08, 2011

La Bella Durmiente y El chico de la plaza.


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Cabizbajo, solitario, en el posavasos de la plaza, vacío y lleno a su vez, hundía siempre sus ojos en el libro; ni un precioso momento podía apartarle, sólo un instante estrictamente necesario, con plaga de emergencia. Nadie le preguntó pero, un día, en su siempre eterno lugar, Bella Durmiente le oyó decir:

- Tantas decepciones me he llevado que a partir de ahora sólo entraré a este mundo de papel; es una forma de conocer mundo, nuevas personas ... Ya nadie podrá tocarme.

Bella Durmiente sintió el hula hop del alrededor bordeando su cintura. Era extraño, sí, cada vez más. No había roce de calor que pudiera de él emanar, no había tacto que pudieran describir las lunas de los dedos. No había nada: sólo telones de imágenes, precediendo el agujero negro de la noche; sólo cuencos de mentiras sosteniendo gotas de circunsferencias circunflejas.

Subió a su piso. Cerró las persianas, quizás para aislarse de la terrible guerra, esa que no se ve a simple vista, pero que está gestándose con cada capa de noche. Ésa que no grita pero, que también destruye el mundo.Hacía frío, mucho frío la gran mayoría del tiempo y no era broma, ni lo es. Así que se acostó. Afuera ya estaban gritando; quién sabe si sería alguna tertulia televisiva - seguramente de alguna separación, alguno que se habría liado con otra...; todas van de lo mismo; mucho va de lo mismo- pero, no importaba. Nada importaba. El portero reposaba sobre el escalón del portal, esperando quien le "bailara el agua", quizás sin la fuerza voluntaria suficiente para escribir cartas de correspondencia en caso de que su benefactor las necesitara -es lo más probable pero, ni tú ni yo lo sabremos- los tendereros repentinos sonreían a la espera del deseado billete; todo era juego, seducción. Pero, como dije, qué importaba. Qué importa. Bella Durmiente cerró los ojos y se durmió; era mejor eso que estar despierta. Aprendió que habían maneras diferentes de enroscarse entre las suaves sábanas. Seguro que El chico de la plaza también las sabía, aunque la del libro fuera su favorita; era imposible que... Nunca lo había pensado, pero, El chico de la plaza, le dio una excelente idea. Ahora sólo despertaría ante el estímulo necesario o ante las conocidas llamas chisporreantes de un hogar , sólo aquéllas que no hubiera descubierto como cuadros. Ella dormía, sólo dormía, aunque a veces se dignara a mirar al exterior; entonces recordaba cuando empezaba a llover; los campos de la lluvia, las semillas de cristal... quién sabe si ese instinto podría borrarse algún día; eso era algo que El chico de la plaza o el misterioso tiempo aún le tenían que contar.

A él, siempre lo recordaría...