
Martes de septiembre: llego a mi casa. El aire últimamente circula enrarecido, pesa en el ambiente. Hoy no tengo ánimos de salir pero, debo hacerlo. Me dirijo al edificio de mi destino, mientras observo un negro noche en plena tarde. No doy importancia a esa usurpación ilícita de lo oscuro a las horas diurnas: como siempre serán esas nubes burlonas que suelen pasar por estas tierras del Este español y, que como siempre, se libran de su carga en otro sitio. Arribo al edificio y acudo al encuentro de una estancia de silencio, un silencio que se ve interrumpido por la furia inabarcable de unas gotas de lluvia que golpean de forma insistente, reiterativa las partes del techo que son de cristal. Movimiento inquieto de gente que viene y va por las distintas plantas del edificio, rostros observadores frente a un cristal... Bajo a la planta baja. Allí, en la entrada, una especie de laguna se ha instalado de forma sorpresiva, improvisada, cómoda, como si no supiera que ese ambiente no la corresponde. Dos empleados friegan insistentemente:
- El agua sale de los váteres. Es que esto no está hecho para aguantar esto -dice alguno.
Después de minutos vacíos de espera, quiero salir: prefiero que si me tienen que rescatar que sea en mi casa.
- ¡No salgas! - me advierte alguien, pero yo no hago caso a sus advertencias.
Trato de seguir la ruta por la que he venido. Mi cuerpo se cala en pocos segundos. El agua cubre las aceras haciéndolas prácticamente indistinguibles de las carreteras. Entonces, al llegar a la esquina, la boca abierta y feroz de una alcantarilla me sorprende, acompañada de un precioso río, de esos que muy difícilmente se ven en esta zona, cruelmente castigada por la sequía. Vuelvo al edificio del que no sé si debí salir, un poco temblorosa y con la herencia reciente sobre mi ropa de una marca de agua que casi me llega a las rodillas. Esperar... ...otra vez... ...pero nada puede reprimir ese deseo, esa preocupación por aterrizar en mi casa: vuelvo a salir, vuelvo a observar la terrorífica y abierta alcantarilla. Retrocedo, cambio la dirección:
- Ya sé, pasaré por la plaza - pienso.
Pero, en vez de una plaza, me encuentro una isla de hormigón en medio de un vasto oceáno en el que dos coches cruzados decansan. Paso como puedo por una orilla.
- Pues me iré por la calle X- me digo.
En el camino, veo un pajarillo negro al que la lluvia se encargó de dormir en sus brazos de veneno. La cascada sigue cayendo del cielo, incesante, murmurando su melodía incomprensible o quizás sea una risa cruel o el sonido apagado y perdido de unas palabras de desamor. Ya no puedo distinguir dónde estoy, ni pensar con claridad: sólo estoy en medio de una calle que se ha vuelto una completa desconocida para mí ¿Qué me está pasando? A la triste canción se suman los agudos sonidos de las sirenas pero, tampoco puedo distinguir de qué son. Entonces, aparece ella: la mujer rubia que también estuvo esperando conmigo en la entrada del edificio, de rostro amable y con un toque risueño. La pregunto por mi calle y muy amablemente me ayuda a recuperar esa orientación que casualmente perdí en algún punto del camino. Agradecida, tomo la calle larga: allá, al final, debe de estar mi hogar. Sin embargo, en medio de mi trayectoria otro enorme río ha invadido un territorio que no le pertenece. No parece profundo pero, lleva corriente. Me uno al grupo de la gente del bar B. que inquietos y asustados se agolpan en la entrada sin atreverse tampoco a pasar.
- Estoy bien. Estoy en la calle P.-dice la mujer que tengo al lado a través de su móvil.
Es desesperante estar tan cerca de tu destino y sin embargo no poder llegar.
No tarda en llamarme mi madre.
- ¡Inténtalo! -dice.
Mientras, observo como un hombre cruza el río y no le pasa nada. Ésto y el mensaje de mi madre me animan a continuar. Paso el río, paso el resto de calle, más inundado aún. ¡Al fin llego a mi casa!
Al día siguiente, muchas clases, etc. se suspenden. Las huellas de ayer aún descansan en el asfalto de ciudad. El gris oscuro sale a saludar al nuevo día y ahora se une el brillante sol ¿Será engañoso?