martes, julio 27, 2010

El intruso.

El sol del invierno estiraba sus débiles brazos pero, era agradable ver al fin un poco de luz después de tanta lluvia, esa tranquilidad cálida y hogareña de fin de semana, olvidar las prisas en un cajón del tiempo y saborear en la autopista de la calma un vaso de café; esa cotidianidad de levantarse de la cama, mirarse en el lago de cristal y cepillarse los dientes, despidiendo aún aroma a pijama, sin tener que aguantar el secador maligno del estrés. Y mirar, mirar el tránsito de la vida desde el sitial del balcón. Y escuchar a los niños en la habitación de al lado ver sus dibujos preferidos. Dentro del batín de la costumbre, allí donde se posaba la paloma de la paz, todo era perfecto. Aquel día también, hasta que su marido apareció. Venía de bajar la basura, lo que le servía para pretextar que hacía algo pero, en aquella fecha tardó más de lo normal en volver. Cuando apareció, una sonrisa pintaba su cara con los colores de la alegría, una sonrisa que reflejaba su carácter afable y encantador.

- ¡Ya estoy en casa!- gritó.

- ¡Papá!- dos torbellinos infantiles dejaron rápidamente lo que estaban haciendo para echarse en la colchoneta cálida y divertida de sus brazos pero, aquello no llegó a producirse: pararon en seco a pocos pasos de distancia.

- ¡Qué guay! - exclamaron y le arrebataron con prontitud el cuadrado enrejado que sostenía entre sus manos.

María se acercó en ese preciso momento, para recibir a su marido, cuando vio con tremendo disgusto al pequeño habitante de ese mundo enjaulado; lo llamaban hamster pero, lo cierto es que era una rata asquerosa, una auténtica bola llena de pelos, un ser vil y despreciable. Lanzó una mirada de reproche a su marido pero, era tal el júbilo de los niños, tal su entusiasmo, que decidió guardar su grito de guerra, el hacha de su mano imperativa y su abanico de quejas. Además, la felicidad de los niños demostró ser un poderoso rival para el oscuro ser de su disgusto. "No será para tanto", intentó autoconvencerse.

Los niños barajaron un sinfín de nombres para el recién llegado; parecía que nunca fueran a llegar a un acuerdo pero, al fin llegó el milagro; como a ambos les gustaba Bob Esponja, le pusieron Bob. Bob era un cuenco de cariños y atenciones: salía a pasear todos los días por un bosque encantado de libros, sofás, mesas y demás objetos extraños; nunca le faltaban las comidas - a veces, también disfrutaba de un trocito del bizcocho delicioso que hacía la mamá- ni la sesión de juegos, en la que se convertía en actor silencioso e improvisado, pudiendo interactuar con el mismo Superman. A veces, los niños lo encerraban en cualquier estancia del hogar, dejándole vagar solo, a sus anchas. Luego, abrían repentinamente la puerta y gritaban en un halo de sonrisas y agitación:

- ¿Dónde está Bob? ¿Dónde está Bob?- el primero que lo encontrara se proclamaría ganador.

Mientras, María aguantaba la pequeña molestia. Trató de ignorarlo, de seguir envuelta en el aura de su mundo e ilusión pero, lo cierto es que saber de su mera presencia, de sus meros merodeos le ponía enferma: era como una especie de escalofrío tedioso que subía por su espalda, recorriendo toda su columna vertebral. A veces, sólo de pensar en esa cosa peluda y fea, le daban como espasmos, auténticas sacudidas llenas de descargas de repulsión y de "puaj". Esos ojos demoniacos que miraban cualquier cosa y situación; esas dos motas minúsculas como los lunarcillos de las Chips Ahoys. Esa forma provocadora y repugnante de mover los bigotitos.La cuerda larguiducha y repulsiva de su rabo. La bomba de su cuerpo...

Cierto día, al despuntar la mañana, Bob apareció muerto, sumido en el sueño inquebrantable de la eternidad. Estaba en el balcón, inmóvil, tras haber sido consumido por el aliento inmisericorde del frío. El nuevo día nacía y guardaba al negro noche, sin embargo, para los niños ese día siempre sería oscuro. El sol saludaría, radiante, esplendoroso, con sus galas de oro pero, poco importaba: para ellos no habrían más que gotas de cristal y el eco lúgubre y aislado de una tristeza.

- ¿Cómo ha podido pasar? Siempre lo metemos. No lo entiendo.- dijo uno de los niños entre sollozos.

- ¡Pobre! Pero, tranquilo Javier; seguro que ahora está en un mundo mejor: el cielo de los ratones. Siempre habrán despedidas, es ley de vida. Qué se le va a hacer... Tendríamos que aprender a vivir con ellas ¡Pobre ratoncito! - mientras decía estas palabras, en el rostro de María se dibujó una leve sonrisa, sonrisa que se apresuró a ocultar hábilmente bajo su disfraz de resignación. Sin embargo, el enorme girasol de la dicha, inundó cada recodo de su alma.
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María me contó su fechoría sin ningún detalle, al saber de mi manía por estos animales, con un guiño de complejidad, y el talismán de su alegría creció momentáneamente, otra vez. No creo que yo llegara tan lejos; al fin y al cabo, sean de mi simpatía o no, son animalillos...
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Dentro de unos días, me marcho. Blandiré la bandera del adiós y durante un mes se escribirán paraísos perdidos en mi mundo. Buen resto de días a todos.

2 comentarios:

Doamna care plânge dijo...

Lindo blog :) Buen viaje..

Anónimo dijo...

Pues nada, a ver si nos vemos por ahí. ¿Quién sabe? El mundo es un pañuelo. (Eso dicen. Espero que al menos esté un poco limpio en el lado que nos ha tocado vivir).
A descansar y a coger apuntes allá donde pases las vacaciones.
Sol, agua, barro... y personas, personajes y personajillos.