Querido:
He de confesarlo: he pecado. Por un
momento rememoré olvidos olvidados en el rincón de mis sueños. Los
he coleccionado y permití que, de nuevo, revivieran. Pero si tú
existes, no importa porque vendrás, a veces sin venir y me dirás,
quizás sin decirlo: “Estoy aquí. Te quiero”. Entonces, qué
importarán los olvidos dormidos, despiertos y de nuevo, adormilados.
Qué importarán las veces en que dije sin decir: “Estoy aquí” y
nadie me escuchó. Qué importará haber pasado por invisible tras
las cristaleras, haber sido pisoteada o cambiada por otro artículo
barato en un centro comercial. Aquellos pasos me habrían llevado
hacia ti y entonces, entonces tendría que darles aun y todo las
gracias. Paradojas de la vida. Pero me hundo. Querido, no quiero
preocuparte, pero me hundo. Te explico:
Hace... no sabría precisarte cuánto
tiempo, paseo por playas inhabitadas, pero plagadas de chiringuitos
que me piden las cuentas, las cuentas por ahogar mis penas y, a
veces, exhalarlas como los borrachos. Borracha estoy a veces de
tristeza; otras, de ira o, de indignación o puede que de un cóctel
de dos o tres de estos ingredientes. Y ya sabes lo que pasa con los
borrachos: pueden ir trazando “eses” hasta caer, decir y hacer
sin que nada importe. La apatía les golpea la cara y como un
monstruo posesivo se adueña de sus espíritus. A veces, caes y las
caídas son brutales. La soledad hace estragos. Eso, voy por la
playa: el mar sube por el pilar de mis piernas, por el tronco de mi
árbol; se enreda en mi cuello, en el clavo de mi cabeza, pero de
repente, la saco y vuelvo a la vida.
Las resacas son extrañas: de nuevo,
aceptas el abismo del vacío que se extiende frente a ti y entonces,
poco a poco, revives con una estrella fugaz de agradable compañía.
Y sabes que, cuanto más detestas las actitudes de unos, más amas a
otros y el tiempo que están dispuestos a darte, aunque sea con un
saludo de miel y entonces, deseas estar lo suficientemente despierta
para saber valorarlo y de verdad, deseas tener éxito en tu empresa.
Al ver tu soledad, al no sentirte, rememoras que es lo único que
tienes; un enorme valor monetario que ni los bancos pueden pagar ni
una y otra vez. Y entonces, me doy cuenta que incluso tengo que darle
gracias a tu ausencia, para recordarme lo rica que soy una y otra
vez, para incitarme, otra vez, a crearme mi pequeño círculo de
seguridad probada y una y otra vez y una y otra vez, no dejamos de
recordar la lección.
Aún así no dejo de recordarte sin
recordarte, de amarte sin amarte todavía, de dibujarte y
desdibujarte pues, quisiera que tú estuvieras aquí, no volver a esa
playa y que me sacaras y me dijeras: “Estoy aquí”. Y, ahora...
te lanzo una pregunta:
Si no me conocieras y no hubiera
posibilidades de conocerte todavía ¿al menos me permitirías
conocerte en el cielo?
Firmado:
La Justiciera del Amor, que te
espera por SIEMPRE, SIEMPRE SIEMPRE (¿y qué más te podría dar que
un siempre? Dime qué más).