Nadie sabía nada de Domitius: hacía dos noches que no aparecía, como si éstas hubiesen estirado sus brazos de negro somnoliento y lo hubieran dejado caer en el cielo de los dioses; se empezó a extender la creencia, entre unos pocos, de que era un dios que había decidido convertirse en estrella, en concreto, en ese diamante que destacaba en el manto enjoyado de la noche y que había aparecido no se sabía cómo. Muchos le recordaban y tejían y creaban baúles de secretos pensamientos llenos de un único deseo: volver a ver a Domitius, volver a sentir el viento huracanado en las entrañas, el escalofrío de rocío que recorre la piel cuando el eminente peligro acecha al héroe, peligro que él sabía saltar con un siempre y una sonrisa.
Domitius era El Glorioso, El Insigne, El Grande. Ninguna bestia se le resistía: ni el más fiero león, elefante de montaña, oso de mole, lobo pesadilla ... podían interrumpir las victorias de su espada. Pasaba lo mismo con los hombres, que tras asomarse al balcón de la valentía, recibían el rayo de muerte, aunque bastantes de ellos se salvaban: tanto gustaban las batallas de Domitius, que muchas veces la multitud enfervorizada, pedía clemencia para su oponente. Así era como Domitius mataba la mosca pesada del aburrimiento que acosaba a aquellas gentes. Y así salía: con la sonrisa del triunfo por bandera, una cantidad de pequeños espejos de sol y un horizonte de liberto que cada vez creía más cerca. Y entonces, las manos se alzaban, hablaban los vítores y cantaban los suaves suspiros de las damas, en vanos intentos pero, deliciosos, de alcanzar al dios. Pero, como dije, quizás aquello no se volvería a repetir: Domitius había sido secuestrado por un ocaso de silencio, de silencio de un posible "adiós".
El nadie ocultaba una doble cara, antagónica, antagonista y nadie lo supo. Alguien se escondió tras la puerta oscura de muros secretos: un grupo de hombres saboreaba un líquido viscoso, salado, de lágrimas de rubí.
- Menos mal que le pillamos en el camastro y ¡dormido! Tuvimos suerte de clavárselo en el lugar propicio.
- Sí. Ahora saboreemos su sangre. Dentro de nada seremos tan fuertes como él ¡Como toros! ¡Brindemos!
Las modestas copas chocaron entre sí.
- Pero, ¿cuánto tardará esto en hacer efecto?- preguntó el más joven.
- No sé. Pero, no nos preocupemos de eso ¡ya se verá!
- Si no os importa, voy a darle un poco más de sangre a mi hija, antes de que se coagule más, a ver si se cura con este líquido milagroso. Mejor que no le falte.- dijo Kaeso Milonius Brutus.
Aquellos hombres estaban felices: habían escrito el final de una vida pero, por el bien de un pequeño trozo de humanidad.
2 comentarios:
En la época grecorromana, se creía que si alguien bebía sangre de una persona muy fuerte, ágil, etc. que heredaría su fuerza y sus características fisiológicas. En el futuro, se harían otras burradas con la sangre, hasta llegar a nuestra época, descubrir las transfusiones, los antígenos de histocompatibilidad (que son responsables, por lo que tengo entendido del rechazo de órganos, etc.). Es que de estas burradas me enteré hace un año más o menos, cuando la casualidad quiso que acabara en un sitio extraño, con extrañas habitaciones. En algunas había tal frialdad que con sólo asomarte, se te mojaban los pantalones. En fin... Un médico dio una charla por allí: creí que iba a ser aburrida pero, qué va... se centró en hablar tb sobre cosas de las transfusiones de sangre, su historia... y hacían unas burradas... No sé cómo me meto en estas cosas pero, fue divertido e impresionante. A veces, sucede que las historias te absorben y tu mente son tus ojos... Mola cuando sucede.
No sé si contaré más burradas que me enteré que hacían. Ya veré.
Saluditos.
Muy interesante , todo esto que leei
un fuerte abrazo
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