Mundos sin tiempos.

El axfixiante calor del terrible verano europeo nos acechaba día y noche. Un calor que no tiene piedad y golpea con su látigo nuestros maltrechos cuerpos, los agota, los hace pesados, los baña en gotitas y gotitas de irremediable sudor, porque el cuerpo llora, se cansa, se queja y se resigna, moviéndose con desgana.

Recuerdo como aquel verano de adolescente, empezamos a preparar las cosas del viaje; todo tenía que estar a punto: el botiquín para las medusas, toallas, comidas... ...y yo, con una ilusión irremediable.

El barco se adentró, se sumió en el abrazo del mar. Casas, puerto, asfalto y demás le dijeron adiós, empequeñeciéndose hasta perderse de nuestro tiempo, del espacio.

Y allí estaba ella, tan pequeña y grande a la vez: Tabarca, tierra de corsarios berberiscos, romanos, italianos...

Ahora me entero de que fueron los italianos los que la rebautizaron con el nombre de Tabarca.



Las aguas azul piscina nos dieron la bienvenida, con el embrujo de su danza tranquila, vestidas con bellos destellos cuidadosamente colocados sobre su vestido azul y nos arroparon en sus cálidas aguas mediterráneas.

No había ni un sólo coche en la isla, ni asfaltos... ...tan sólo calles trazadas con caminos y gente arrastrando con parsimonia sus cuerpos maltratados por el calor.



La vieja iglesia hablaba a través de sus paredes; vieja pero, bien asentada sobre su bastón, firme, estoica, resistiendo. Y también hablaban las casas, los caminos, la tierra, en voces de silencio.

De repente, me dí cuenta ¿qué había pasado con el tiempo? Había sido desterrado, olvidado, desarmado; simplemente, había sido borrado de las páginas del presente. Así me dí cuenta de que Tabarca es un lugar mágico.

Quizás vuelva algún día querida Tabarca.

Y así y así, hay pequeños mundos dentro la gigante esfera; mundos sin tiempos, pobladores de cálidas y frías tierras, de mentes y quizás incluso del más allá.